Un hombre, muy sencillo y analfabeto, llamó a las puertas de un monasterio. Tenía deseos
verdaderos de purificarse y hallar un sentido a la existencia. Pidió que le aceptasen como novicio,
pero los monjes pensaron que el hombre era tan simple e iletrado que no podría ni entender las más
básicas escrituras ni efectuar los más elementales estudios. Como le vieron muy interesado por
permanecer en el monasterio, le proporcionaron una escoba y le dijeron que se ocupara diariamente
de barrer el jardín. Así, durante años, el hombre barrió muy minuciosamente el jardín sin faltar ni un
solo día a su deber. Paulatinamente, todos los monjes empezaron a ver cambios en la actitud del
hombre. ¡Se le veía tan tranquilo, gozoso, equilibrado! Emanaba de todo él una atmósfera de paz
sublime. Y tanto llamaba la atención su inspiradora presencia, que los monjes, al hablar con él, se
dieron cuenta de que había obtenido un considerable grado de evolución espiritual y una excepcional
pureza de corazón. Extrañados, le preguntaron si había seguido alguna práctica o método especiales,
pero el hombre, muy sencillamente, repuso:
–No, no he hecho nada, creedme.
Me he dedicado diariamente, con amor, a limpiar el jardín, y, cada vez que barría la basura, pensaba
que estaba también barriendo mi corazón y limpiándome de todo veneno.
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